Comienzos y Finales
La vida se presenta como una sucesión continua de finales y
comienzos. Fluye entre llegadas y partidas, uniones y desencuentros, logros y
desaciertos, despedidas y bienvenidas. Un año termina y se inicia otro.
Culminan ciclos. Se abren nuevas etapas. Abandonamos caminos. Inauguramos
proyectos. Pero entre el final de algo y el comienzo de otra cosa no hay un
salto abrupto (aunque muchas veces sea vivenciado de ese modo) sino un proceso
de cambio, una transición, un lapso de tiempo que nos permite acomodarnos
gradualmente al nuevo escenario hasta recobrar el equilibrio.
Cuando somos adultos, la mayoría de los cambios que atravesamos anclan
en decisiones concientes: asumimos el compromiso de una pareja, dejamos la casa
paterna, enfrentamos nuevos desafíos laborales, nos convertimos en padres, nos
separamos, nos reencontramos, elegimos irnos o quedarnos. Pero en la infancia ocurre
algo diferente: cuando somos niños los cambios se suceden de modo vertiginoso,
y además no son voluntarios, sino que están impuestos por el progreso
madurativo y por las pautas socioculturales que regulan el medio en el que
crecemos. Los cambios que se suscitan en esta etapa de la vida requieren un profundo
trabajo de adaptación y acomodamiento por parte del psiquismo. Son
momentos fundantes de la personalidad
que va forjándose, ya que en ese proceso se sientan las bases del adulto que seremos.
Pasar de la mamadera al vaso, del balbuceo a la palabra, de los
brazos a la marcha independiente, del pañal al control de esfínteres, de casa
al jardín, empezar la primaria, son momentos de transición importantísimos, y
no hay que perder de vista el carácter vacilante de los mismos, ya que
conllevan idas y vueltas, avances y retrocesos, júbilo y angustia. Es que el final
de una etapa no implica el inicio riguroso de otra diferente. Los cierres
tajantes y definitivos que muchas veces los adultos esperamos y alentamos,
quizás producto de temores propios, no dejan espacio a una adecuada elaboración
del cambio. Sentencias como “hoy es el
último día que usas chupete porque el lunes empezás el
jardín” y la inmediata desaparición del objeto, sin que medien explicaciones,
negociaciones y mucho menos despedidas, lejos de favorecer la adaptación
necesaria, instalan el temor a lo nuevo, ligándolo preponderantemente a una
sensación de pérdida que se reeditará ante situaciones de cambio futuras, las
cuales serán vivenciadas como peligrosas y redundarán en reacciones negativas
por parte del niño.
Debemos recordar siempre
que lo más importante es acompañar a nuestros hijos en esos procesos de
adaptación sin forzarlos, con paciencia, dándoles el tiempo necesario para
acomodarse y sentirse seguros en el nuevo estado. Así evitaremos cargarlos de
ansiedades y presiones que obstaculizan la transición, y les permitiremos
atravesar los cambios naturalmente, sin prisa, dándonos además la oportunidad a
nosotros como padres de disfrutar cada etapa, sin temer nuevos comienzos ni
apurar finales.
Lic. Gabriela Nelli
Nota publicada en revista Nacer y Crecer - N°90
Comentarios
Publicar un comentario